A
la vida, que le he dado forma de pirámide y de círculo, yo, tan simplemente retorcida.
Ahora
es cuando le doy otra forma, la de sus piernas. Creo que es la más
bonita de todas sus transformaciones, la que más vértigo me provoca
cuando me asomo desde el acantilado de sus caderas y la que más
deseo despierta en mí si la miro desde abajo. Me convierto en
pantera por sus muslos dejando, con mucho sentimiento, pequeños
arañazos que delatan las ganas de comerme todas sus curvas hasta
llegar a la cascada para saciar mi sed; siempre noto que por esta selva la temperatura
es muy elevada y la humedad de ella es también mi sudor. Debería
tener cuidado, en esta vida las arenas movedizas se encuentran cerca
de su ombligo, una zona bastante tentadora cuyo calor es tan fuerte
que te deja perdida y te arrastra hasta lo más profundo de su ser en
donde sólo te permite ver el pozo de su boca suspirar. Confieso que,
si se da la vuelta, es fascinante el paisaje que se posa en su
espalda, aquí es cuando me convierto en un feo saltamontes que va de
lunar en lunar hasta llegar al famoso valle, escenario que enseña la
luna llena todas las noches, sobre todo de verano, y nunca llueve.
Todavía
no tengo claro dónde quiero vivir, si en el aire de su pelo, en el
fuego de sus ojos o en el agua de su boca. Sólo hay una zona que no
me atrevo, en los terremotos de sus dedos después de cada orgasmo,
ahí es muy difícil dormir y, de vez en cuando, necesito descansar.
Sigo
sin decidir dónde quedarme porque lo cierto es, que esta vida me
gusta demasiado como para estancarme en un único lugar, así que tal
vez lo mejor sea viajar por todo su cuerpo hasta morir ahogada a
causa de las inundaciones de entre sus piernas, o por ese miedo
agónico que me entra cuando escucho sus finos suspiros y afinados
gemidos, cuando me encuentro sola con su cuerpo, en la noche.
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