Las lágrimas se tiraban sin
miedo desde el fino borde del precipicio, conocido como la línea de
agua, de sus ojos marrones oscuros. Caían dirección sur acariciando sus mejillas, paseando por
sus pómulos de manera leve; y como si de una carrera de gotas de agua en
la ventanilla del coche se tratase, competían por ser las primeras
en llegar a la comisura de los labios, deseosas de ser saboreadas, de hacer notar su sabor a sal llenas de recuerdos amargos. El capricho de las lágrimas provocaban una inundación en
la córnea que le impedía ver con exactitud, pues la vista se le
quedaba borrosa, como su pasado, como el vago olvido, como la alusión a los besos que le daba. La esclerótica pasaba de ser blanca a
tener trazos rojizos, causando escozor, pero no le daba importancia
alguna, no dejaba de llorar, ahora que había empezado su temprano
berrinche no iba a contenerlo, qué mas daba, tampoco era la primera
vez que esto pasaba y lo cogió como costumbre.
Casi siempre que se
metía en la cama el mismo proceso repetía, lo hacía en silencio,
pensaba que el dolor era preferible mostrarlo sin molestar a nadie, y
asegurándose de que el anillo seguía en su anular de la mano
derecha, empezaba a ahogarse en sus propios pensamientos,
torturándose por la decisión que tomó y cuestionándose si
realmente hizo bien en optar por eso. Cerraba los ojos cuando sentía
que la primera gota salada amenazaba con salir a la luz de la
oscuridad, pero rápido cedía a abrirlos para que escapase esta y
todas las que venían detrás.
La sensación de
angustia, fragilidad y de ser una inútil crecía por momentos sin
esperanzas de que alguien interrumpiera esa pequeña rutina nocturna
y la abrazara prometiendo lo que todos queremos escuchar cuando
nuestra vida va de puta pena. Llegó hasta tal límite de sollozos,
que surgió replantearse si de verdad necesitaba a una persona para
recibir consuelo, si sería una locura pensar que ella podría tener
la suficiente fuerza como para ser la que agacha y levanta la cabeza
cuando fuese preciso. Se asustó de tener ese razonamiento frío pero inevitable, el sufrimiento que esta cargaba noche sí y a la
siguiente también solo podía hacerle dos cosas: o bien, hundirla en
la misma mierda de siempre y no salir, o bien, usarlo de respaldo y
convertirse en piedra.
Se dejó llevar por
la segunda opción. Al principio le costó muchísimo, a punto de
abandonar estuvo pero, si era cabezona para todo, en esto no iba a ser
menos. Mucho había sido el tiempo de debilidad máxima y se cansó,
o al menos quería cansarse para salir de ese círculo vicioso que no
era vida, ni era nada.
Poco a poco la
pequeña guerrera consiguió que sus ojos marrones oscuros quedaran
intactos durante la noche y amanecieran sin restos rojizos, fue entonces cuando colocó su armadura al corazón para protegerlo de todo
posible peligro del antojadizo sentimiento amoroso que, tantas noches, le hizo pasar en aguas saladas.
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