Olvidé que escribía para mí y, de tanto olvidar, me abandoné. No me presté la atención que merezco, debe ser que la perdí por el camino cuando estuve haciendo autostop por el inmenso y seco desierto de la empatía. Me equivoqué de dirección, esto me pasa por seguir los consejos de Jack Sparrow y su brújula, creyendo que el oasis del lamento fue un gran descubrimiento, como si de un paraíso se tratase. Ese no era mi sitio, porque una sabe cuándo está fuera de lugar, cuándo no está en casa, como en casa. Lo complicado fue salir del dramático y frondoso laberinto donde me acostaba de día y despertaba de noche, sin mapa y con la brújula de Jack. No hacía falta gritar, los susurros hacían eco de la frustración, ni tampoco correr, cada dos pasos rápidos hacia delante eran tres pasos lentos hacia atrás, así que la clave era pensar bien la estrategia y en silencio para no despertar a los monstruos tristes. Fue difícil, pero lo conseguí.
Cerraba los ojos para así flotar, sentir que me dejaba llevar por corrientes y mareas que, lejos de querer ahogarme, conseguían sacarme de aquel dramático y frondoso laberinto. El mar me hacía suya hasta el punto de confundir mi pelo con sus algas, lo siguiente fueron unas escamas de colores en mi piel para así llamar la atención a cualquier amenaza, ironías de la naturaleza que solo quien la estudia, lo entiende. Me sabía la boca a sal y era capaz de respirar incluso con el llanto alto, me cruzaba a un sinfín de espantosas sirenas que me pedían que las quisiera mientras me pinchaban con el tridente robado de Poseidón, conocí los miedos más secretos de Moby Dick, nadé con una tortuga marina que me dijo que tenía 130 años y comprobé que la generación actual de tiburones por fin ha comprendido que los peces son amigos, no comida. Puedo decir que toda esta libertad no la he tenido en tierra, pero el agua escasea, los pantanos y ríos se secan, los mares se calientan hasta el punto de no poder hacer vida en ellos y es entonces cuando hay que mudar de piel, adaptarse a la vida en tierra. Me llevo un recuerdo maravilloso.
Y ahora mírame, toda fuego que en los momentos más tranquilos se llueve hasta a apagarse de una forma mágica, sin dejar rastro ni olor a chamusquina, tan desapercibida como el medioambiente en política. No engaño, soy humana que siente y padece un dolor que se agarra al pecho como si mamase de él, es su insaciable hambre lo que hace daño, pero hasta el amor por una madre tiene límites y es intolerable el martirio que supone que este dolor me abrace para calmarlo. Es por ello que me rindo a él hasta quemarme toda yo, ser ceniza, solo así puedo resurgir como ave fénix.
El resto es historia.
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